El pasado 1 de septiembre madrugaron los nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Electos por el pueblo bueno, a ritmo de acordeón, se reunieron en la zona arqueológica de Cuicuilco, al sur de esta Muy Noble, Muy Leal y Muy originaria ciudad.
El motivo no fue cultural, sino escenográfico. Se trataba de tener como fondo clásico las ruinas del preclásico. Treparse a un basamento circular que data del primer siglo antes de Cristo, antes de que llegaran los mexicas, mucho antes de que naciera el país llamado México, para purificarse con el aire enrarecido por los autos que circulan en Periférico Sur.
Oficialmente fue llamada Ceremonia de consagración de los bastones de mando. Su significado no hay que buscarlo en la Constitución o en algún Códice, sino en la comunicación oficial de la Corte donde se lee, en español (y que los tlacuilos nos perdonen), que “El significado cultural y político de esta ceremonia tradicional representa el reconocimiento solemne y ceremonial de los pueblos originarios hacia las ministras y ministros de la nueva integración de la SCJN.” ¡Ah!
Por si quedaran dudas, la ceremonia “está vinculada con el árbol sagrado, los cuatro rumbos del universo y la cultura del maíz.” Y quizá también tenga vínculos con las quesadillas de huitlacoche, los ajolotes de Xochimilco, el metro Moctezuma y, en una de esas, hasta con la invasión de tlacuaches. Para la autoridad, todo aquello que parezca prehispánico es políticamente redituable.
Horas más tarde, siglos más tarde, ya instalados en el posclásico, a un costado de las ruinas del Templo Mayor, las ministras y ministros asistieron a otra ceremonia en donde fueron purificados y se les hizo entrega de sus respectivos bastones.
Y como el concepto “pueblo originario” es incluyente y lo mismo alude a los mayas que a los mexicas, a los totonacas que a los zapotecas, la ofrenda instalada en el templete también fue, digamos, ecléctica. Lo mismo había tlayudas que piñas, melones que veladoras. El toque místico lo ponía el humo del copal y la labor purificadora la daban los ramos con que limpiaron a las ministras y ministros.
El momento culminante fue cuando una representante de algún pueblo originario, arrodillada como todos los miembros de la SCJN, pidió a la abuela Luna, a la madrecita Tonantzin y a Quetzalcóatl (tres entidades que a estas alturas ya dominan el castellano) que los iluminara. Los caracoles sonaban, los machetes lucían su filo en lo alto y la República laica se consumía en los incensarios.
Fue un acto político muy ethnic fashion, con huipiles y blusas bordadas; una mezcla de elementos iconográficos que alude a las raíces desde la superficie más kitsch; una exaltación de lo indígena como lo otro que me define hasta que voy a festejar a un restaurante francés, una Suprema Corte en calidad de Pueblo Mágico.
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